3 de diciembre de 2012

Compartir el silencio


- Al fin y al cabo solo buscaba alguien con quien compartir el silencio.- Me dijo mientras miraba por la ventana como corrían incansables los autos por la calle de su departamento, con su adoquín tan particular. 

- ¿ Viste que raro el sonido de los vehículos sobre el adoquín? - Y esa vez puso especial atención al pronunciar la palabra vehículos. - Aunque a veces prefiero el ruido que hacen en una calle de ripio o de tierra. Debe ser el enlace emocional, la memoria emotiva viste.- Decía todo esto mientras se dibujaba una leve sonrisa en la comisura de sus labios. No me miraba a los ojos. 

- ¿Y ahora que pensás hacer? Tenés que tomar una decisión.- Le respondí, poniendo especial énfasis en la palabra decisión. A Héctor nunca le gustó esa palabra. Siempre se había dejado llevar por la vida y la vida lo había tratado bien, hasta un tiempo atrás en que parecía que le estaba cobrando todo junto. 

- No pienso en nada. O creo que no quiero pensar en nada.- Me respondió indiferente. Seguía sin mirarme. Tuvo suerte de que ese día estaba con paciencia. 

- ¿Para qué me dijiste que venga entonces? Te puedo dar una mano pero no creas que voy a tomar una decisión por vos. Somos adultos Héctor. O al menos yo…- Permaneció inmóvil y en silencio durante un rato. Dejé de mirarlo, parecía que le hablaba a la pared y empezaba a ponerme nervioso.

Afuera había empezado a llover, despacio, casi sin sonido. Una garúa leve, gris y molesta. En la habitación donde estábamos apenas dejaban verse unos rayos de luz que se metían por la ventana entre los recovecos de la cortina corrida hacia los laterales. La luz golpeaba contra una mesa blanca de plástico que se encontraba junto a la ventana y daba un tono fantasmagórico al lugar. Levantó la cabeza y me miró. No era su cara la que me miraba. Era una máscara. Una cáscara de lo que había sido. El recuerdo de lo que fue hasta se cruzó por mi cabeza. La congoja hizo que apartara la mirada de su rostro vacío. Miré, sin mirar, el reloj que contaba las horas desde la pared, solo para apartar la mirada y le dije: 

-Si querés puedo conseguirte uno. La gente los regala. 

- Ya tengo uno. No hace falta que me consigas otro. 

- No es tuyo. Lo robaste Héctor. Y tenés que devolverlo. 

- ¿Podés poner la pava? Tengo ganas de tomar mate.- Siempre le había gustado tomar mate. Era una compañía continua. Tanto como cuando se sentía bien como cuando se sentía mal o si había que romper el hielo para iniciar una conversación incómoda. Esta era una situación de esas y ameritaba comenzar por calentar el agua y después seguir el ritual. Me acerqué a la canilla que estaba del lado oscuro de la habitación. El ruido del agua llenando la pava se mezcló con el de la lluvia y parecía ser el mismo pero multiplicado. Le puse la tapa y la acerqué a la hornalla de la cocina. Encontré cerca, en la mesada, un encendedor y prendí el fuego. El seseo del gas y después del fuego en la hornalla se hizo presente. Encima de la mesada estaba la alacena. Abrí la puerta más cercana y pude ver el mate, la yerba y el azúcar. 

- ¿Dulce o amargo?- Pregunté, aunque ya sabía la respuesta. 

- Amargo.- Me contestó de manera automática. 

Bajé el mate, la bombilla y la yerba. Puse primero la yerba dentro del mate. Era de esos chiquitos, de plástico, de dos colores, como los que usan los jubilados y que siempre están en oferta en los bazares. Agité la yerba durante un rato tapando la boca del mate con la mano. Cuando la destapé salió el polvillo y me rodeó con su aroma. Siempre me gustó ese perfume tan carácterístico pero esa vez casi me hizo estornudar. La nariz me quedó picando. Me limpié la mano en la que habían quedado restos del polvillo, puse el agua en el termo y empecé a cebar. Primero el agua y después la bombilla dentro del mate. Tomé el primero y cuando lo terminé hizo un ruido que resonó, solitario, en toda la habitación. Héctor se dio vuelta y me miró como pidiéndome uno. 

- Es el primero.- Contesté lacónico a su mirada. 

- No quiero devolverlo. Me hace compañía. No es fácil estar solo. Vos estarás acostumbrado pero a mí se me hace muy difícil. Y lo mejor es que no habla. Es la mejor cualidad. 

- Ya te dije. No es tuyo, tenés que devolverlo. Lo devolvés y te consigo otro. 

- Es que no es tan fácil. Yo me apego fácil a lo que me rodea, vos me conocés. Y no soy un chico, no me va a alcanzar con que me consigas otro. Me gusta estar acompañado pero sin que me hablen, no sé si me explico. Somos confusos, el ser humano es confuso. Pero él no lo es, es simple y no molesta, se queda en un rincón jugando. Da vueltas entre mis piernas cuando tiene hambre pero no mucho más y de paso con eso me ayuda a bajar un poco a la realidad. Sólo un poco, lo necesario nada más. No es sólo el hecho de que lo voy a extrañar cuando lo devuelva. No se va a ir solamente él. Voy a tener que enterrar también su recuerdo y no quiero hacerlo. La idea de tener que hacerlo me aterra profundamente. Lo miro a los ojos y me hace acordar de los suyos. Eran así de profundos, entendés. 

En cuanto pronunció las últimas palabras ya había partido, estaba lejos en algún lugar al que es muy difícil llegar. Ya no lo veía, su vista se perdía en la garúa. El reflejo de la ventana se reflejaba fuertemente en sus ojos que habían adquirido un brillo particular. Sus pupilas, diminutas, brillaban de una forma extraña, a la par del ventanal. Mis esfuerzos por traerlo eran imposibles. Empezaba a darme cuenta que hacía mucho tiempo que no lo veía en todo su ser. Lo suficiente para reconocerlo nada más que en sus signos exteriores, sus rasgos, sus señas particulares. 

No supe que decir. No había posibilidad de iniciar una conversación con ese recuerdo de por medio. Y si  no se sabe que decir es mejor que reine el silencio por más incómodo que sea. Apenas si pude tomar unos pocos mates y no sé si hablamos mucho más, banalidades quizás. Sin embargo se dió cuenta de todo lo que me pasaba por la cabeza en ese momento. Que iba a esperar que se fuera en un rato o que algún día se olvidase la llave del departamento en mi casa y que aprovecharía la oportunidad para devolvérselo al hijo de mi vecino como hice unos días después, cuando pasó a buscar unos apuntes. Como si fuese un chico, de ese gato pudo olvidarse, pero consiguió otro en la Sociedad Protectora. Nunca me atreví a preguntarle pero ya lo sabía, también su mirada era un recuerdo infinito.